El pasado 6 de marzo inicié un curso introductorio al montañismo, ante la necesidad, sí, de aprender a caminar nuevamente; sólo se hacerlo en la ciudad. Respirar, cuidar los pasos al mismo tiempo que disfrutarlos. Aprender a caminar en terrenos donde la pendiente puede hacerse completamente vertical...

Es un lugar mágico. Entramos a una gruta larga no apta para gente con claustrofobia; conocimos el pueblo y en un bar al estilo Pedro Infante tomamos una copa de... ¿aguardiente?, ¿mezcal?... de algo que se hace ahí para sorprender a la gente inculta y citadina como yo. En fin, es un lugar hermoso en todos los sentidos. Y hay algo que me sorprendió sobremanera: la segunda noche la pasé muy bien, a tal punto que no dormí ni un solo segundo -la sorpresa comienza ahí porque eso jamás lo hago en la ciudad-, y más aún, al día siguiente fuimos a caminar a la sierra casi seis horas y no sentí cansancio. Fue una caminata de unas tres horas para llegar al río, mojarse los pies, seguir caminando sobre rocas resbalosas, escuchar la corriente del agua helada que forma cascadas como queriendo escapar de la montaña. Y, después de varias horas más caminando, aun tenía mucha energía para bajar una de las cascadas grandes con una cuerda, aferrándome a la vida mientras disfrutaba de la brisa fría. Logré evitar una bajada demasiado rápida. Me encantó...
Ese día entendí que el cuerpo responde cuando la mente está confortable; que se disfruta cuando uno quiere vivir además de sobrevivir. Entendí que amo caminar sobre el terreno irregular de la naturaleza, escucharla, olerla, tratar de evitar una caída sobre las rocas, saber caer, poner a prueba mi cuerpo para convivir con las adversidades del medio natural. No lo sabía, o al menos no lo recordaba. Entendí que quería aprender a subir montañas, descender en ríos, escalar rocas verticales; disfrutar del poder que tiene mi cuerpo y la sensibilidad que tienen mis ojos, mi nariz y mis manos.
Descubrí que debía atreverme a subir cualquier pendiente y aprender a abrir los ojos desde la altura.