sábado, 8 de mayo de 2010

Más cerca de las estrellas


Un destello de luz recorrió súbitamente el firmamento, como intentando rayar el inmenso domo negro azulado que cubre la montaña, opacando por un instante la hermosura con que brillan millones de astros que lo visten como diamantina impregnada en la negrura nocturna. Era una estrella fugaz. El sorpresivo impacto en la atmósfera terrestre del asteroide que viajó por el universo sedujo la mirada de cualquiera que se haya topado con su inadvertida aparición. Algunos piensan que es una señal que justifica la insensata superstición. Yo sólo puedo admitir que, al ver su bella expiración, recordé lo transitorio que es lo hermoso en el mundo, lo imprevisible, sorpresivo… lo fugaz, desde la vida misma hasta el planeta y la montaña sobre la que pude apreciar el cielo estrellado que cubre todas nuestras noches; un cielo difícilmente perceptible bajo la luminosidad artificial de una ciudad.

Llevábamos varias horas ascendiendo en la montaña cuando tuve que desacelerar mi paso hasta detenerme por completo. Ya se había ido el sol al otro lado del planeta. Pasé una fría noche bajo millones de estrellas –lo más cerca que he estado de ellas –, cerca de “la rodilla” de “La Mujer Dormida” o Iztaccíhuatl, arropada por una bolsa de dormir y mucho viento frío que venía del norte. Creí que no podría pernoctar en esas condiciones, pero tuve que hacerlo al no haber alcanzado el refugio más cercano: la altura superior a los cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar provocó una reacción adversa en mi organismo; el mareo hacía riesgoso cada paso nocturno. Descansamos unas horas para continuar ascendiendo antes del amanecer. Así lo hicimos y nos detuvimos en un lugar libre de rocas y más abierto al viento. Ahí traté de prolongar mi descanso, pero sólo pude esperar a que el sol asomara los rayos que iluminarían el último tramo del camino hacia el refugio.

Llegaron los ansiados brazos del sol, iluminando las formas caprichosas de las peñas que rodeaban el lugar donde pasamos la noche. Continuamos caminando hacia el refugio. Parecía muy corto el último tramo después de varias horas de descanso y un aperitivo. Vimos por fin el objetivo de la jornada anterior: la construcción aparentemente sencilla sobre una plataforma, a prueba del clima cambiante y agresivo de la montaña, cubierta por un material metálico que la hacía brillar con el sol naciente del día. Teníamos que avanzar solo unos metros para entrar en el refugio. Después de admitir que yo no podría ascender más, descansamos ahí algunas horas para iniciar el descenso.

Aproximadamente a medio día comenzó la caminata pendiente abajo. Se sentía calor. La ausencia de nieve dificultaba afianzar las botas sobre un suelo duro cubierto de arena. Resbalé algunas veces, pero continué caminando.
Ahora me encuentro de regreso en casa, recordando el esfuerzo que hice en cada paso al ascender, la compañía que tuve, el frío de la madrugada, el cansancio, la arena juguetona, las caprichosas formas de la montaña; el extraño calor de un volcán que antes se encontraba vestido de nieve, su fiel compañero de al lado que lanza fumarolas; la hermosa vista desde lo alto de las ciudades iluminadas en la oscuridad; el fugaz regalo visual que me brindó la noche: segundos y detalles que hacen que las horas y el esfuerzo valgan la pena. Como lo mencioné antes: es lo más cerca que he estado de las estrellas, pero quiero seguir ascendiendo.

The Starlight
I will be chasing a starlight...









viernes, 12 de marzo de 2010

¡Eso es descubrir!

Cuando uno se aleja del asfalto y del concreto urbano tiene la oportunidad de, según la temporada del año, caminar sobre hojas secas o tierra mojada, avanzar entre los troncos que firmemente guardan el bosque, desatorar el cabello que se va enredando entre las ramas ante la falta de una gorra que detenga su baile en el aire, oler la madera mojada y fría, escalar una que otra roca con que la montaña reta a quien pase por ella... Caminar en cualquier dirección.

El pasado 6 de marzo inicié un curso introductorio al montañismo, ante la necesidad, sí, de aprender a caminar nuevamente; sólo se hacerlo en la ciudad. Respirar, cuidar los pasos al mismo tiempo que disfrutarlos. Aprender a caminar en terrenos donde la pendiente puede hacerse completamente vertical...



Todo comenzó en un viaje a Cuetzalan, Puebla. El plan sonaba común: conocer el pueblo, la sierra, disfrutar de la naturaleza y, ¿por qué no?, una buena combebencia en la noche. Fui sin un motivo más fuerte que pasar unos días con mi amigo Gerardo.

Es un lugar mágico. Entramos a una gruta larga no apta para gente con claustrofobia; conocimos el pueblo y en un bar al estilo Pedro Infante tomamos una copa de... ¿aguardiente?, ¿mezcal?... de algo que se hace ahí para sorprender a la gente inculta y citadina como yo. En fin, es un lugar hermoso en todos los sentidos. Y hay algo que me sorprendió sobremanera: la segunda noche la pasé muy bien, a tal punto que no dormí ni un solo segundo -la sorpresa comienza ahí porque eso jamás lo hago en la ciudad-, y más aún, al día siguiente fuimos a caminar a la sierra casi seis horas y no sentí cansancio. Fue una caminata de unas tres horas para llegar al río, mojarse los pies, seguir caminando sobre rocas resbalosas, escuchar la corriente del agua helada que forma cascadas como queriendo escapar de la montaña. Y, después de varias horas más caminando, aun tenía mucha energía para bajar una de las cascadas grandes con una cuerda, aferrándome a la vida mientras disfrutaba de la brisa fría. Logré evitar una bajada demasiado rápida. Me encantó...

Ese día entendí que el cuerpo responde cuando la mente está confortable; que se disfruta cuando uno quiere vivir además de sobrevivir. Entendí que amo caminar sobre el terreno irregular de la naturaleza, escucharla, olerla, tratar de evitar una caída sobre las rocas, saber caer, poner a prueba mi cuerpo para convivir con las adversidades del medio natural. No lo sabía, o al menos no lo recordaba. Entendí que quería aprender a subir montañas, descender en ríos, escalar rocas verticales; disfrutar del poder que tiene mi cuerpo y la sensibilidad que tienen mis ojos, mi nariz y mis manos.

Descubrí que debía atreverme a subir cualquier pendiente y aprender a abrir los ojos desde la altura.





lunes, 1 de marzo de 2010

Vivir en caída libre

Vivir en caída libre es atreverse a vivir; atreverse también, por tanto, a reconocer que en el impacto encontraremos la muerte, como lo hace un momento agradable al dar la hora para regresar a casa o ir a trabajar; como los viajes emocionantes, los fines de semana, o las horas de ocio que tenemos en el día; como las palabras de un pensador cuando dejan de ser escuchadas, los libros que pasan de moda, o los cuentos que, por insatisfacción del autor, son tirados a la basura; como los animales, los árboles; como nosotros…
Muerte, sí, ¿por qué ha de ser una palabra altisonante? Se habla mucho de desigualdad, pobreza, crisis financiera, hambruna, epidemias, guerras, ricos, pobres, hombres, mujeres, blancos, negros, asiáticos… y en realidad lo único que nos iguala es nuestro mortal destino. Es entonces el tiempo el único recurso realmente escaso que existe en el mundo y, sin ésta escases, no procuraríamos hacer con él algo que nos satisfaga: sentirnos vivos mientras realmente lo estemos. Negar el final es negar el presente.
Atreverse a vivir es aventarse a pesar de la caída; dejar que la fuerza de gravedad nos atraiga y nos aferre a la vida del planeta. Sentir el viento en la cara, extender los brazos para abrirnos paso, respirar el oxígeno que amablemente nos regala el aire, ver el mundo desde lo alto, oler las plantas, probar las nubes, escuchar los propios latidos como si alguien desde nuestro interior tocara a la puerta para avisarnos que seguimos aquí… No dejar pasar la emoción por buscar la forma de evitar el impacto seguro… Vivir la caída.
Por eso, “Vivir en caída libre” es un espacio para recordar que hay que saborear cada momento en que estemos en este planeta, tal como saboreamos cada pedazo de nuestro postre favorito, un primer beso, el agua helada de un manantial, una agradable tarde con los amigos…Hay que atreverse a vivir; y, a la vez, yo me atreveré a escribir.

viernes, 5 de febrero de 2010

Y sigo esperando el impacto...

La fuerza de gravedad es la única diferencia entre volar y caer; fuerza que, además, consigue mantenernos con los pies en la tierra, siempre y cuando no nos resistamos a ello con un salto pequeño, mediano o muy grande: aprendiendo, soñando…

Mientras espero el impacto, hasta-ahora-desconocido-pero-estimado lector, he resuelto invitarte a escuchar, ver, saborear, oler y palpar las letras con las que con libertad haré reflexiones, opiniones, relatos imaginarios, pinturas y demás.

Bienvenido a este espacio que por tanta resistencia a los nuevos medios de comunicación (o ni tan nuevos) he tardado en inaugurar -sí, soy la hermana rara de los patológicamente cibernéticos Mac's-. Bienvenidos sean también tus comentarios, críticas, halagos, saludos y palabras que sin ningún objetivo concreto me quieras compartir.